Yo tenía 16 años, la democracia había vuelto recién al país, y en un sucucho de la Galería París compré aquel cassette.
“Aquí estoy”, de Nacha Guevara, con traducciones de Kado Kostzer. Allí por primera vez escuché a Stephen Sondheim.
Con paciencia de abuelita fui acopiando todos estos años: libros, videos, partituras, programas de mano, y revistas. Encadenado a un diccionario bilingüe conocí versiones originales.
Pero recién cuando mi amigo Bruce desmenuzó cada guiño, cada contexto, comprendí su inmensidad.
Confieso, que aún cuando el entendimiento me jugaba malas pasadas, lograba disfrutarlo. Adivinar en aquellas pequeñas dosis, la maravilla. Su talento traspasaba sin problemas la barrera de mis torpezas.
Muchos años después aprendí a viajar, y pude ver sus obras.
Anoche se murió Sondheim, y un segmento de mi adolescencia.
Pero aquí no hay telón final, maestro.
Apenas empezó el Segundo Acto.